En política, la percepción y la ilusión van de la mano. Un político es, en esencia, un vendedor de ilusiones. Ofrece un producto intangible -futuro, cambio, prosperidad- y lo envuelve en relatos, gestos y discursos. La diferencia entre un éxito y un fiasco suele residir en cómo ese producto es percibido por la gente. Si la ilusión prende, se traduce en votos. Si se marchita, se convierte en decepción.
Javier Milei llegó como el outsider perfecto, el “león” que irrumpía en la jaula de la casta política. Supo vender, con un histrionismo innegable, la ilusión de que alguien por fin venía a patear el tablero. Más del 50% de la sociedad, hastiada de crisis, inflación y políticos profesionales, encontró en él una válvula de esperanza. Y es innegable que Milei ha tenido logros en estos primeros meses: logró una fuerte desaceleración de la inflación, redujo la brecha cambiaria y mostró voluntad de achicar el Estado. Pero -y siempre hay un pero- la política no es solo economía.
Apenas asumido, Milei eligió el camino de la confrontación permanente para sostener la ilusión de cambio. Declaró enemigos en cada esquina: gobernadores “feudales”, diputados “extorsionadores”, periodistas “ensobrados”, empresarios “coimeros”. Como Donald Trump en Estados Unidos o Nayib Bukele en El Salvador, apostó a mantener viva su épica a fuerza de conflicto. Y en parte le funcionó: la narrativa del “yo contra todos” genera fidelidad en su núcleo duro, sobre todo en redes sociales.
Pero las ilusiones son frágiles. Pueden consolidarse, crecer… o estrellarse. Y Milei empieza a chocar contra sus propios límites. Anoche mismo, el Senado le asestó un golpe contundente al rechazar por completo su intento de privatizar empresas públicas. No solo le tumbaron artículos de la Ley Bases: le dinamitaron parte de su relato. Porque si sos el adalid de la libertad y no podés vender ni una empresa pública, quedás herido. La política, Milei lo está aprendiendo tarde, no es solo gritar ni contar likes en Twitter: es contar votos en el Congreso.

La táctica de gobernar solo con un círculo íntimo, refugiado en “triángulos de hierro” —el político-armador, el económico-social, el comunicacional y el periodístico— se convierte en un búnker. Allí solo entran Karina Milei, Santiago Caputo, Federico Sturzenegger, Luis Caputo y algunos más. Quien queda afuera es un traidor, un golpista, un “vende patria” o, en el lenguaje cada vez más frecuente del Presidente, un “simio”.
No se puede construir un país encerrado en triángulos. Gobernar exige tender puentes, negociar, generar consensos. Milei apenas ha logrado entendimientos con sectores del PRO, como Mauricio Macri, y consiguió apoyos puntuales de radicales o peronistas dialoguistas, pero la relación con los gobernadores se ha convertido en una batalla campal. Cada día aparece un cruce nuevo: Gustavo Sáenz (Salta) denuncia asfixia financiera, Martín Llaryora (Córdoba) exige recursos, Osvaldo Jaldo (Tucumán) amenaza con pleitos judiciales. La política provincial, ese corazón federal que Milei menosprecia, está cobrándole factura.
Mientras tanto, el votante de a pie empieza a preguntarse si el cambio prometido incluye también unidad, estabilidad social y seguridad, o si se trata solo de ver al Presidente lanzando improperios en conferencias de prensa. Porque una ilusión sostenida exclusivamente en la bronca termina siendo tóxica. El electorado no quiere solo soluciones económicas, sino la tranquilidad de saber que no habrá un incendio institucional cada semana.
Milei está cosechando lo que sembró. Y todavía está a tiempo de abrir las puertas del triángulo y salir a la plaza pública de la política real, donde se discute, se cede y se construye. Si no lo hace, corre el riesgo de que aquella poderosa ilusión que lo llevó a la Casa Rosada termine, como tantas otras en la Argentina, desvaneciéndose en el aire.
Encerrado en su círculo íntimo —ese club de “triángulos de hierro”— Milei gobierna como si todo el que disienta fuera traidor, “golpista”, “vende patria” o “simio”. Afuera quedan, para él, potenciales enemigos. Pero la política no se hace solo con fieles. Se construye negociando, cediendo, tejiendo alianzas. Gobernar a fuerza de gritos es fácil en campaña; en el poder, es suicida.
Si no sale pronto de su búnker triangular para mezclarse en la política real, esa ilusión que lo llevó a la Casa Rosada puede evaporarse entre sesiones parlamentarias perdidas y la bronca de una sociedad que pide cambios, sí, pero también sensatez. Porque, como decía Churchill: “El éxito no es definitivo, el fracaso no es fatal: lo que cuenta es el coraje de continuar.” El problema es que gobernar no es solo coraje: también es saber cuándo dejar de gritar.
Por Eduardo Reina