¿Cuántas veces sentimos que algo se pierde sin saber bien qué? Cambiar de trabajo, mudarse, separarse, crecer, tomar decisiones… todo eso también duele. ¿Qué perdemos cuando elegimos? ¿Quién no sintió temor a atravesar un proceso de duelo? ¿Se puede elegir o se impone?
El duelo es una experiencia estructurante de lo humano. Es un proceso que camina a la par de la vida. La angustia, la nostalgia, la negación, el enojo, la frustración, incluso la pérdida de sentido, forman parte de su núcleo. Todo esto no solo es esperable, sino necesario: son expresiones del esfuerzo subjetivo por
metabolizar lo perdido.
En el día a día, muchas veces tratamos de adelantarnos al dolor de una pérdida, como si eso pudiera evitar que nos duela. Por ejemplo, sentimos tristeza estando en pareja, anticipando una posible separación; o nos angustiamos por la futura pérdida de nuestros padres mientras aún están con nosotros. Incluso, mantenemos trabajos que ya no nos satisfacen, temiendo el cambio que implica dejarlos.
Estas estrategias de anticipación pueden parecer mecanismos de protección, pero también nos enfrentan a pérdidas reales en el presente. Al intentar evitar el dolor futuro, vivimos en micro pérdidas inconscientes, impidiéndonos estar en el presente. El duelo anticipado en estos casos puede hacernos vivir en un estado constante de ansiedad y tristeza, afectando nuestras experiencias actuales.
El duelo no es simplemente una fuerza externa que irrumpe en nuestras vidas; es un proceso profundamente personal que nos enfrenta con aspectos esenciales de nuestra identidad. El duelo tiene más que ver con uno de lo que estamos dispuestos a admitir: nos confronta con lo que nos constituía, con lo que señalaba nuestro lugar en el mundo. Y cuando eso se pierde, cuando las fichas del tablero se mueven, el juego empieza a ser otro. Y uno debe aprender a jugar desde otro lugar, con otras reglas, y muchas veces, con una identidad en proceso de reconfiguración.
Sigmund Freud, define al duelo como una reacción ante la pérdida de un objeto amado. Pero duelar no es solo despedirse del otro, sino también de quien uno era con ese otro, con ese trabajo, con ese ideal. El duelo exige una gran labor psíquica: implica aceptar una realidad dolorosa, atravesar una renuncia (que muchas veces se opone al deseo) y sostener ese proceso en el tiempo. La elaboración no es inmediata ni lineal: se da en oleadas, y con frecuencia, en medio de un gran malestar.
En terapia, el duelo aparece con frecuencia como motor de consulta. No siempre bajo ese nombre: a veces se presenta como ansiedad, vacío, síntomas en el cuerpo. Pero muchas veces lo que está en juego es una pérdida que aún no pudo nombrarse o elaborarse.
En ese proceso, lo que se busca no es “superar” sino integrar. Hacer algo con eso que ya no está. Aceptar que hay huellas que no se borran, pero que pueden reinventarse. Porque el duelo no exige olvidar, sino resignificar.
El duelo nos confronta con nuestra vulnerabilidad, pero también con nuestra capacidad de transformación. Duele aceptar que algo o alguien ya no está como antes. Duele perder también algo de uno mismo en ese proceso. Pero en ese dolor hay trabajo, elaboración, y en muchos casos, crecimiento.
Freud sostenía que, cuando puede ser tramitado, el duelo fortalece al yo. Nunca se sale igual. Porque algo muere, sí. Pero también algo nuevo puede nacer. El duelo no es solo una herida: es también un pasaje. Y como todo pasaje, implica atravesar sombras… pero también la posibilidad de una nueva forma de habitar la vida.