Cada 1° de mayo se conmemora el Día Internacional de los Trabajadores, una fecha que nos invita no sólo a visibilizar las luchas históricas por los derechos laborales, sino también a reflexionar sobre el valor del trabajo en nuestra vida cotidiana. En un mundo donde las exigencias productivas parecen no tener fin, es fundamental detenernos a pensar: ¿cómo impacta el trabajo en nuestra salud mental?
Freud, el padre del Psicoanálisis, decía que la salud mental se define como la capacidad de amar y trabajar. Una frase que alude a pensar cómo estas dos funciones —el vínculo afectivo y la ocupación— sostienen el equilibrio psíquico.
Pero, ¿qué pasa cuando las exigencias del día a día son tantas que empiezan a afectar nuestra calidad de vida?
Vivimos en una sociedad que nos empuja constantemente a producir, rendir y estar disponibles. Y muchas veces, en ese ritmo, vamos dejando de lado otras dimensiones igual de importantes: el descanso, el disfrute, el tiempo para uno mismo. ¿Cómo hacemos entonces para poner un freno? ¿Cómo recuperamos el equilibrio?
El equilibrio vital es una condición básica para nuestra salud mental. No se trata de abandonar nuestras responsabilidades, sino de reconocer cuándo estamos sobrepasando nuestros límites. Porque el trabajo, si bien cumple una función central —nos organiza, nos brinda sentido, nos permite crecer—, también puede convertirse en una fuente de desgaste. Como todo exceso, puede enfermarnos.
Cuando las demandas externas superan nuestras posibilidades reales, aparece lo que conocemos como síndrome de burnout, o más coloquialmente, el síndrome del quemado. Este estado se manifiesta con un agotamiento físico y emocional profundo, una actitud cínica o distante hacia el trabajo, y una sensación persistente de ineficacia o fracaso.
Hoy, muchos adultos se enfrentan a contextos laborales indignos: jornadas extensas, exigencias crecientes, escaso reconocimiento, y una alarmante falta de tiempo para lo esencial. A esta sobrecarga se suma la frustración económica: el esfuerzo muchas veces no alcanza para satisfacer siquiera las necesidades básicas. Trabajar mucho y no llegar es una de las formas más desgastantes de la experiencia contemporánea.
Frente a este panorama: ¿cómo prevenir el burnout? ¿Qué podemos hacer desde lo cotidiano?
En primer lugar, escuchar las señales del cuerpo y la mente: el cansancio persistente, la irritabilidad, la falta de motivación, el insomnio, los olvidos. Son síntomas que advierten que algo no está bien.
Luego, aprender a poner límites. Incluso en entornos donde no es fácil, es vital poder decir que no, delegar, priorizar, y reconocer cuándo necesitamos ayuda.
También es necesario recuperar espacios de disfrute y creatividad. Este punto es controversial ya que algunas personas creen que se trata de un lujo o de una pérdida de tiempo. Por el contrario, es una necesidad psíquica básica. Jugar, reír, conectarse con lo que nos da gusto, también es salud.
Y no podemos dejar de lado los hábitos saludables: descanso adecuado, alimentación equilibrada, movimiento corporal, vínculos sanos, tiempo libre.
A veces, en el afán de llegar a todo, terminamos llevándonos puesta nuestra propia vida. Y entonces es importante preguntarse: ¿a qué costo estás intentando cumplir con todo lo que te exigís?
Amar y trabajar son, sí, pilares fundamentales del psiquismo. Pero para que sostengan la vida —y no la consuman—, necesitan estar enmarcados en un equilibrio genuino. Una vida donde también haya lugar para el deseo.