En los albores de la patria, cuando los constituyentes intentaban imaginar una república moderna, no dudaron en mirar al norte. Las 12 colonias recién independizadas eran el modelo a seguir para una nación que nacía con fuertes influencias de pensadores y catedráticos que observaron detenidamente el desarrollo de estos acontecimientos que marcaron el inicio de la época independentista en todo el continente. La Constitución estadounidense de 1787 fue, más que una inspiración, una plantilla, casi un copy paste. Así nació nuestra versión criolla del modelo institucional norteamericano, con adaptaciones a medida y mucho entusiasmo por copiar sin entender del todo.
En aquel contexto, los padres fundadores de Estados Unidos entendían que el Presidente, como jefe de las Fuerzas Armadas, era quien debía liderar en el campo de batalla, aquellas batallas que se desarrollaban contra la resistencia libertadora. Por lo que surgía la interrogante de quien quedaba al mando cuando el Jefe de Estado se encontraba en el campo de batalla, con la posibilidad real de que muriera en combate. Así surge la lógica de un mecanismo de sucesión que la Argentina adopta durante la presidencia de Bartolomé Mitre, en pleno desarrollo de la Guerra de la Triple Alianza, lo que dio origen a la primera ley de acefalía en 1868. No por previsión institucional, sino por miedo a que el barco quedara sin timonel.
Desde entonces, el vicepresidente argentino se convirtió en una especie de promesa futbolística: siempre lista para entrar, pero sólo cuando el 10 se rompa los ligamentos. Mientras tanto, calienta el banco, aplaude desde el costado y mira cómo otros juegan el partido de la política real.
La diferencia con el modelo norteamericano es tan profunda como el abismo entre nuestras economías. En EE.UU., el vicepresidente es parte del poder real: integra el gabinete, influye en las decisiones clave y suele perfilarse como sucesor. En Argentina, en cambio, es una figura ornamental atrapada en el protocolo y condenada a una soledad institucional. Una especie de florero institucional con corbata o taco aguja, según el caso.
La historia reciente no hace más que confirmar esta constante tragicómica. Julio Cobos se volvió enemigo íntimo del kirchnerismo con su voto “no positivo” a la Resolución 125. Gabriela Michetti fue decorativa hasta que opinó sobre el aborto y la bajaron del tren oficial. Cristina Fernández convirtió a su propio presidente en punching ball desde el minuto uno, mientras fingía institucionalidad desde el Senado. En todos los casos, el “segundo” terminó siendo un problema para el “primero”.
Y ahora, Milei y Villarruel. A 19 meses de gestión, la relación entre el presidente libertario y su vicepresidenta ultraconservadora se deshilacha a la vista de todos. Él la acusa de traición, le niega el acceso a la toma de decisiones y la obliga a llevar una agenda paralela. Ella, sin los puentes que supo construir, sobrevive en la trinchera del Senado, resistiendo los embates de un Ejecutivo que prefiere verla callada, quieta y lejos.
Lo que alguna vez fue presentado como una fórmula de equilibrio ideológico entre liberalismo extremo y nacionalismo duro, hoy es apenas una tregua rota. Un dúo sin armonía. Un binomio que no dialoga, no se encuentra y, por sobre todo, no se soporta. Como un matrimonio que duerme en camas separadas, pero todavía comparte el mismo techo.
El vicepresidencialismo argentino no sólo es una institución inútil, es también una trampa. Se espera que el vice sea leal, obediente y mudo. Pero cuando osa tener opinión —peor aún, cuando construye poder— se convierte automáticamente en sospechoso. Porque en la lógica enfermiza del presidencialismo argentino, sólo hay lugar para uno. Y el que acompaña, acompaña de espaldas.
En este contexto, Villarruel se convierte en el ejemplo perfecto de cómo el sistema digiere y escupe a quienes no entienden su rol de figura secundaria. O juega para el equipo del presidente, o se convierte en enemiga pública. Y en la Argentina, pocas cosas se pagan tan caro como dejar de ser funcional al que manda.
Tal vez sea momento de repensar esta figura institucional. O de sincerarla de una vez: que el vicepresidente no sea electo, que no tenga poder alguno, que ni siquiera tenga oficina. Así, por lo menos, evitamos la farsa de fingir que su rol importa.
Porque si algo ha quedado claro en los últimos veinte años, es que el segundo en la fórmula no tiene permitido brillar. Solo existe para que, cuando el primero tropiece, alguien se quede a apagar la luz.
Leer más: La Argentina del pochoclo: humo, ruido y fuga emocional
La mayoría no cree que la baja de retenciones mejore el precio del pan. Además, los argentinos valoran a China (82%) y EE.UU. (75%) desde una visión pragmática https://t.co/46uJl6evRO pic.twitter.com/XgPdllCscL
— Radio Up 95.5 (@radioup955) July 28, 2025