La designación de nuevos miembros para la Corte Suprema terminó como tantas otras cosas en la política argentina: en un intento frustrado, ruidoso y mal ejecutado. Tras la negativa del Senado al pliego de Manuel García-Mansilla, el gobierno dilapidó toda expectativa de sumar magistrados al máximo tribunal. Aunque algunos sectores todavía fantaseaban con reflotar su nombramiento en comisión hasta noviembre, la renuncia del propio candidato ayer le puso punto final a este papelón institucional.
Desde principios del año pasado, el gobierno de Javier Milei decidió embarcarse en una de sus tantas cruzadas: llenar las dos vacantes de la Corte que abriría la salida del juez Maqueda, prevista para diciembre. Era una movida ambiciosa. Quedaría un tribunal con solo tres integrantes, una situación poco habitual para un cuerpo que supo tener nueve miembros a fines de los 90. Pero el entusiasmo libertario se chocó, como era previsible, con una realidad política que no perdona: sin mayoría propia, cualquier designación necesitaba una gimnasia parlamentaria que el oficialismo no tiene —ni parece querer tener—.
El plan era colocar a un candidato más potable, García-Mansilla, y a otro claramente inviable: Ariel Lijo, un juez tan cuestionado como aferrado a su cargo. El dictamen para el primero llegó, pero nunca fue tratado en el recinto. Entonces Milei, en una muestra de terquedad o desesperación, decidió avanzar por decreto con ambos. Lijo quedó atrapado en su laberinto judicial: se negó a renunciar a su cargo, pidió licencia y la propia Corte —esa que supuestamente iba a integrar— se la rechazó. García-Mansilla, más prudente, renunció 39 días después de haber sido designado. Una tragicomedia institucional con final anunciado.
Es la primera vez en la historia que el Senado le niega a un presidente sus candidatos para la Corte Suprema. ¿Por qué? ¿Conveniencia política? ¿Falta de negociaciones? ¿Ausencia total de acuerdos? Todas las anteriores. Pero reducirlo a un desacuerdo parlamentario sería minimizar lo obvio: el gobierno actuó con ingenuidad si creyó que el kirchnerismo iba a darle una mano en algo, y más aún en este tema. Menos aún cuando la propia Corte tiene que resolver causas que tocan directamente a Cristina Fernández.
La apuesta por Lijo fue un error forzado. Había espacio para negociar, para rosquear nombre por nombre, y probablemente García-Mansilla hubiese pasado si no lo hubieran arrastrado junto al otro. Pero Milei eligió doblar una vara que ya venía torcida.
Del otro lado, el kirchnerismo juega a lo suyo: bloquear, frenar, entorpecer. No proponen, no discuten, no mejoran. Solo buscan meter palos en la rueda. Cuando están en el poder, sueñan con dividir la Corte en salas o ampliarla a 25 miembros, como alguna vez propuso Alberto Fernández. Cuando están fuera, directamente prefieren que no funcione. El caos como estrategia: si las instituciones caen, mejor.
Milei debería tomar nota. No todas las batallas se pelean al mismo tiempo, y no todas se ganan con discursos incendiarios. La Corte, por ahora, queda como está. El capítulo de las designaciones se reabrirá recién en 2026, después de las elecciones legislativas, donde el oficialismo espera un resultado más favorable. Hasta entonces, convendría evitar pegarse otro tiro en el pie.
La política, al fin y al cabo, no se trata solo de tener razón, sino de saber cuándo y cómo dar cada pelea. El gobierno creyó que podía avanzar en la Corte como si tuviera mayoría, como si los votos se alinearan por convicción o simpatía. No leyó el tablero, no midió fuerzas y terminó chocando con un muro que estaba a la vista. Si Milei realmente quiere cambiar las reglas del juego, primero va a tener que aprender a jugarlo. Porque la épica de la antipolítica puede sumar seguidores en Twitter, pero no consigue jueces en el Senado.