Desde el surgimiento del peronismo, la Argentina se abocó a sostener a las clases sociales más vulnerables con políticas asistenciales, enfocadas principalmente en la clase trabajadora. Pero en lugar de apuntar al desarrollo genuino vía empleo, eligió el atajo: mantener el tejido social con emisión monetaria o endeudamiento externo. Así, década tras década, se construyó un Estado sobredimensionado cuyo gasto corriente consume varios puntos del PBI, sin que eso se traduzca en una mejora estructural.
El sistema previsional argentino es apenas una muestra —quizás la más cruel— de esta lógica. Hoy, el debate por las jubilaciones gira en torno a un punto clave: no se trata de si los adultos mayores “merecen” cobrar más (la respuesta es obvia), sino de cómo hacerlo sin dinamitar lo poco que queda en pie.
Los números son elocuentes. Según datos del INDEC, en junio el ingreso per cápita promedio fue de $541.198. Si tomamos como referencia un aporte del 10%, eso significa que cada trabajador registrado aporta unos $54.000 al sistema. Pero la jubilación mínima fue de $304.723,94. Ergo: hacen falta casi seis aportantes activos para cubrir a un solo beneficiario. Y eso sin contar los costos administrativos del sistema.
Durante años, este esquema se mantuvo con cierta estabilidad: 14,5 millones de aportantes sostenían a 3,5 millones de jubilados. Pero todo se desmoronó cuando el Estado incorporó, de un plumazo, a 4 millones de personas sin aportes, que pasaron a cobrar beneficios previsionales. El resultado: dos aportantes por cada beneficiario. Un modelo insostenible.
El déficit se financiaba con emisión o deuda. Pero con la llegada de Javier Milei al poder, esa puerta se cerró: ni un peso más impreso, ni una nueva deuda tomada para el pago de gastos corrientes. La fórmula jubilatoria heredada del gobierno anterior, combinada con la inflación descontrolada del 2023, generó un atraso brutal en los haberes. Y aunque el gobierno actual indexó los pagos a la inflación desde el DNU 70/2023, el daño ya estaba hecho: en promedio, cada jubilado perdió unos $70.000 mensuales. Compensarlos significaría un gasto de casi 49 mil millones de pesos por mes. Dinero que simplemente no existe.
¿Fue una decisión política no compensarlos? Claro que sí. Pero también fue consecuencia de décadas de improvisación, populismo y cortoplacismo. El gobierno optó por mantener la disciplina fiscal, acumular reservas y desarmar bombas heredadas: cepo cambiario, Leliqs, deuda en dólares. Financiar con esas reservas el “gasto social” sería, para ellos, volver al infierno: romper el equilibrio fiscal y reabrir la caja de Pandora inflacionaria.
¿Es culpa del gobierno de Milei? En parte, sí. Por la falta de sensibilidad, por el mal manejo comunicacional y por no haber ofrecido siquiera una salida intermedia con una nueva fórmula más justa. Pero también —y sobre todo— es culpa de una política que durante años utilizó al sistema jubilatorio como herramienta electoral, sin pensar en su sustentabilidad.
El problema no son los jubilados. El problema es un país que no produce lo suficiente, que castiga al que trabaja y que insiste en hacer caridad sin tener con qué. Lo que vimos la semana pasada en el Senado no fue más que una puesta en escena del viejo modelo político: asignar partidas sin respaldo, sabiendo que desde el Ejecutivo la ley será vetada. Gobernadores y diputados le marcaron la cancha al Gobierno, sí, pero el problema sigue ahí. En este juego donde la política aprueba leyes para las stories de Instagram, la gente sigue viendo pasar la pelota. Y la pasa muy mal.