Argentina es ese país increíble donde, de un día para otro, la agenda mediática y los debates políticos nos llevan a discutir cuestiones tan mundanas como el precio de una docena de empanadas. Sí, una simple anécdota puede resumirlo todo: Ricardo Darín, el actor más querido (y cotizado) de la Argentina, se quejó públicamente porque le cobraron 48 mil pesos por una docena de empanadas. Sí, leyeron bien: cuatro mil pesos cada una. Lo que para algunos es una broma sobre la fama de Darín y sus caprichos de estrella, para la mayoría es un espejo cruel de la Argentina de hoy: un país donde invitar a comer a Darín es más caro que pagar el alquiler.
Porque no se trata de Darín. Se trata de nosotros. Se trata de la clase media –esa especie en extinción– que mira los precios de la góndola con la misma cara que Darín frente a la cuenta. De los jubilados que hacen malabares con su haber mínimo para comprar sus medicamentos. De las familias que dejan de pedir pizzas, empanadas o lo que fuera porque prefieren ahorrar para pagar la luz, que viene con aumento y, en muchos casos, se termina pagando en cuotas.
Solo por crear un nuevo índice, el que podríamos denominar el “Índice Empanadas”, el costo promedio de una docena de empanadas al iniciar el gobierno de Milei era de $7.000 aproximadamente, mientras que hoy se ubica cerca de los $22.000, un aumento del 214% en 17 meses (en base a relevamientos propios).
En esta Argentina distorsionada, la microeconomía es una trampa mortal. Sí, es destacable el superávit fiscal, el orden macroeconómico, las nuevas libertades financieras, la esperada salida del cepo. Pero la realidad de la calle es otra: los sueldos no alcanzan, los precios no paran de subir y la gente ajusta hasta en lo que no debería. Comer carne es un lujo. Tomar un café en un bar, una extravagancia. Pedir delivery de empanadas, una osadía. Ya ni hablemos de ahorrar o proyectar. El único plan a futuro es llegar a fin de mes con algo en la heladera y con la tarjeta de crédito sin estallar.
Algunos datos duros para entender la dimensión del ajuste: según una encuesta de Ómnibus, el 76% de los argentinos redujo sus salidas a restaurantes en el último año. ¿El motivo? El 70% dice que es por los altos costos (en la clase media-baja, este porcentaje llega al 85%). Para la mayoría de los argentinos, salir a comer quedó reducido a ocasiones muy especiales.
Mientras tanto, Darín se convierte en tendencia porque se anima a chicanear al gobierno con el plan de blanqueo para quienes tienen ahorros. Y aquí es donde hay que parar la pelota: no está ni bien ni mal pagar 48 mil pesos por una docena de empanadas. Siguiendo la filosofía libertaria del gobierno actual, cada uno es libre de gastar su dinero como prefiera, así que tampoco corresponde chicanear a Darín por malgastar su plata. El problema surge cuando se toma esta anécdota como si fuera la generalidad de la población. No lo es. Para la mayoría de los argentinos, esto es simplemente insostenible.
Y es ahí donde el chiste se vuelve tragedia. Porque si a Darín le duelen 48 mil pesos por unas empanadas, ¿qué le queda al resto de los argentinos? ¿Qué le queda al laburante promedio que gana 300 mil pesos por mes (con suerte) y ve cómo una docena de empanadas se devora un 10% de su salario?
Quizás el problema no sean las empanadas, sino el país. Un país donde cada vez que alguien se indigna por un tema tan terrenal como este, aparece un ejército de defensores de lo indefendible y de ambos lados, porque el Mileinismo hoy nos plantea ultrafanáticos y extremopositores. Todo resulta muy técnico, muy frío, muy de Excel. Lo que no dicen es que ese ajuste, ese “arreglo de la macro”, se termina comiendo en el medio al que menos tiene, y que cuando la macroeconomía se acomoda, ya no queda nadie vivo para disfrutarla.
Así que sí, Darín tiene razón. Aunque algunos lo tilden de exagerado, sus empanadas son la metáfora perfecta de la Argentina actual: una mezcla de nostalgia, bronca y resignación, donde la microeconomía no cierra, ni para las estrellas de cine ni para los simples mortales.